Cuando el SESC (Servicio Social del Comercio) adquirió el terreno de la antigua fábrica abandonada en el barrio de Pompéia, São Paulo, en los años 70, la intención era clara: ofrecer un espacio para el bienestar físico y cultural de los trabajadores. Lo que no era tan claro —ni para los mismos directivos— era que terminarían gestando una de las obras más potentes de la arquitectura latinoamericana del siglo XX.