Brutalismo y Modernismo en diálogo | Museo Rufino Tamayo de Teodoro González de León
- Arq. Pamela Aguirre
- 14 jun
- 5 Min. de lectura
Autor: Pamela Aguirre Catalán
Apasionada por conocer rincones increíbles con diseño en el mundo.

OBRA: Museo Rufino Tamayo
ARQUITECTOS: Rufino Tamayo con colaboración con Teodoro González y Abraham Zabludovsky
FOTOGRAFÍA: Jorge Silva, Jose Luiz, Dahn Vo, Coralimages
UBICACIÓN: Ciudad de México
AÑO: 1981.
M2: 5,100 m2.
Con el reciente estreno de El Brutalista, el cine reaviva el interés por una corriente arquitectónica que, lejos de apagarse, sigue dialogando con la cultura contemporánea. El Museo Rufino Tamayo, en la Ciudad de México, es una de sus obras vivas más elocuentes.
La reciente aclamación de la película El Brutalista, un drama sombrío y denso que explora las tensiones internas de un arquitecto obsesionado con el concreto y la pureza formal ha puesto nuevamente en la conversación pública a una corriente arquitectónica muchas veces incomprendida: el brutalismo. Aunque en el imaginario colectivo suele asociarse con edificios fríos, masivos e impenetrables, el brutalismo es también un lenguaje cargado de ética, resistencia y, en ocasiones, poesía. Una de las mejores expresiones de esa dualidad en América Latina es el Museo Tamayo, en el corazón del Bosque de Chapultepec.

Diseñado por Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky e inaugurado en 1981, el Museo Rufino Tamayo no sólo es un espacio para el arte contemporáneo, sino una obra brutalista que desafía el tiempo y las modas. Su monumentalidad no es gesto autoritario, sino un manifiesto de permanencia. Como el protagonista de El Brutalista, el museo expresa una visión casi ascética del diseño: la honestidad del material, el concreto martelinado, las líneas contundentes, los planos cerrados que se abren lentamente al visitante como si se tratara de una liturgia espacial.
En colaboración con Universal, el arquitecto Carlos Baumgartner llevó a cabo un recorrido curado por tres emblemáticas obras del brutalismo mexicano, destacando el Museo Rufino Tamayo como punto central de la experiencia. Esta iniciativa buscó resaltar el valor estético y cultural de la arquitectura brutalista, ofreciendo una nueva lectura de sus formas escultóricas y del uso expresivo del concreto. En el caso del Museo Rufino Tamayo, Baumgartner propuso una reinterpretación sensible del espacio, subrayando su relación con el entorno del Bosque de Chapultepec y su capacidad de generar una atmósfera introspectiva mediante la luz, la geometría y la materialidad. La colaboración no solo promovió una apreciación renovada del brutalismo, sino que también estableció puentes entre generaciones de arquitectos y públicos diversos.

Un edificio con el uso predominante del concreto cincelado, que aporta textura, sombra y una monumentalidad atemporal. No obstante, a diferencia del brutalismo europeo, el museo incorpora una sensibilidad local: volúmenes escalonados, patios interiores, y una disposición en plana que recuerda las plataformas y plazas de los templos mesoamericanos. Esta diferencia con el brutalismo europeo no solo responde a una adaptación climática o formal, sino que se enraíza en la visión cultural de sus fundadores, Olga y Rufino Tamayo. El museo fue concebido como una plataforma para el arte contemporáneo internacional, pero también como una expresión de la identidad mexicana moderna. Rufino Tamayo, profundamente interesado en vincular la modernidad con las raíces prehispánicas y populares del país, impulsó un diseño arquitectónico que integrara materiales y espacialidades que evocaran el legado mesoamericano. Así, el brutalismo del edificio se aleja del tono institucional o severo del brutalismo europeo, adoptando en cambio una forma más simbólica, orgánica y arraigada en la historia cultural del lugar.
El edificio no se impone al entorno, sino que se mimetiza con él. Su perfil bajo y horizontal se adapta a la topografía del bosque y crea una relación directa con el suelo y la vegetación. Las ramas y escalinatas funcionan no solo como circulaciones funcionales, sino como transiciones coreografiadas entre interior y exterior, entre naturaleza y construcción.

La iluminación natural es un elemento central del diseño. Claraboyas y lucernarios cuidadosamente orientados permiten que la luz entre cenitalmente, difuminada, protegiendo las obras mientras enfatiza la textura del concreto. Las salas se distribuyen en torno a vacíos que articulan el recorrido del visitante, permitiendo pausas contemplativas y ofreciendo perspectivas cambiantes del arte y la arquitectura.
La arquitectura se distingue por una composición de volúmenes puros y geometrías controladas que se despliegan en un esquema escalonado y horizontal. Desde el exterior, el edificio parece emerger del terreno como una extensión mineral del propio bosque de Chapultepec. Esta disposición responde tanto a una intención estética como funcional: adaptarse a la topografía natural y evitar competir con el paisaje.
El edificio está conformado por una serie de prismas de concreto aparente que se superponen y se escalonan hacia el bosque. Esta estrategia no solo reduce el impacto visual del volumen construido, sino que genera terrazas y cubiertas transitables que funcionan como miradores y espacios públicos. La fachada, libre de ornamento, subraya el carácter tectónico del edificio: aquí la materia no oculta su peso, su textura ni su proceso constructivo.

Pero a diferencia del protagonista del filme, consumido por su aislamiento y rigidez ideológica, el Tamayo logra algo más difícil: generar intimidad dentro de la brutalidad. Su organización en patios, su modulación de la luz natural, sus recorridos silenciosos entre masas suspendidas revelan una sensibilidad hacia el usuario que muchas veces se pasa por alto al hablar del brutalismo. En lugar de oprimir, el museo envuelve; en lugar de imponerse, resiste junto con su entorno.

Este contraste entre el brutalismo interiorizado de El Brutalista y el brutalismo abierto del Tamayo permite una reflexión sobre cómo esta corriente puede leerse hoy: ¿cómo ruina de un ideal moderno, o como lenguaje vigente para una arquitectura ética y sensorial? ¿Es posible hacer brutalismo sin caer en la nostalgia ni en la frialdad?
La película y el museo responden, cada uno a su modo, que sí. Y lo hacen en momentos distintos, pero con una urgencia compartida: recordarnos que los espacios también son ideologías, que los muros también son relatos, y que el concreto, bien entendido, puede ser tan elocuente como una obra de arte.

En un contexto donde la arquitectura comercial tiende a la ligereza y al espectáculo, el Museo Rufino Tamayo, propone una pausa, una gravedad necesaria. No es casual que ambos resuenan ahora, en tiempos de incertidumbre: el brutalismo, más que una estética, puede ser una ética del habitar.
Para experimentar esta arquitectura en persona, el museo se encuentra en Ciudad de México, y abre sus puertas de martes a domingo, de 10:00 a 18:00 h; la entrada general cuesta $90 MXN y es gratuita los domingos para residentes nacionales. No dejen de recorrer sus patios, la terraza con vista al bosque y la escalinata central, espacios ideales tanto para contemplar como para fotografiar.
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